Trabajar desde casa y el «Síndrome del Indigente»

Trabajando desde casa

Después de un año trabajando desde casa, he podido ser testigo en primera persona de un fenómeno que casi seguro afecta a muchas personas que también tienen la “oficina” en casa, así como a estudiantes universitarios en época de exámenes. Y es que, al apenas carecer de contacto social con otros compañeros y debido a la comodidad que nos brinda nuestro hogar, existe una fuerte tendencia a descuidar tanto nuestra imagen física como nuestra higiene corporal. A este peculiar fenómeno lo he llamado el «síndrome del indigente».


La denominación de este síndrome es una paradoja en si misma, ya que un indigente es una persona sin techo, sin hogar. Sin embargo, las víctimas experimentan una transformación estética que simula la de las personas sin techo y/o escasos recursos.

Empiezas por trabajar en chándal, cómodamente, y terminas, en el peor de los casos, pasando varios días seguidos sin siquiera quitarte el pijama, apestando a orco de Moria y con unos pelos que ni Robert Smith.

Porque, total, ¿para qué molestarte en arreglarte? No tienes compañeros que vayan a criticar tus pintas o se vayan a quejar de tu olor o suciedad. De nada sirve ponerse guapa para estar metida en casa, lo que es una gran ventaja, según se mire. Ahorras en maquillaje, colonia y ropa.

Así pues, vas descuidando poco a poco tu imagen y tu higiene hasta límites que jamás creíste alcanzar. Sobre todo en invierno, cuando el clima no anima a salir de casa a que te dé el aire, y puedes pasar días sin cambiarte de ropa –exterior e interior–.

Descubres que, aunque tienes poca ropa, hay prendas que llevas semanas sin ponerte, solo tiras de chándales y las sudaderas más viejas que tienes. Y ya, ni siquiera te molestas en ponerte vaqueros para bajar a por el pan.

Te miras al espejo y ves que salvo el techo y las cuatro paredes que te protegen del frío, la lluvia y el calor, nadie más que tu familia es testigo de tu aspecto sub-humano.

El «síndrome del indigente», se divide en cuatro fases:

Fase 1

Te levantas por la mañana, te duchas, te pones un chándal, desayunas y te pones a trabajar. Casi igual que si tuvieras que salir de casa para ir a una oficina, salvo que, en este caso, como la oficina es tu casa, optas por una indumentaria más cómoda (los pantalones pitillos son Satán para una jornada de 8 horas en una silla). Te pasas el cepillo por el pelo para ordenarlo un poco, pero dejas el maquillaje de lado. ¿Quién más que tú misma va a ver tu careto de fiambre?

Fase 2

En esta fase ya empezamos a vislumbrar pequeñas trazas de dejadez: Te levantas por la mañana, desayunas y te pones a trabajar. Pasas de ducharte y peinarte. Te recoges el pelo en un moño guarro y te pones la sudadera ya descolorida de Loreak Mendiak, recuerdo de una adolescencia que se esfumó hace bastante tiempo.

Fase 3

En esta fase la situación ya empieza a ser preocupante. Llevas varios días con el mismo pijama pestilente y hueles a vikingo (¿desodorante?, ¿qué es eso?). Pero te da igual. Tus compañeros de trabajo no se van a quejar, nadie te va a mirar mal, porque estás tú sola en casa. Además, tu familia ya empieza a estar acostumbrada. La familia, esa bendición que no te juzga y te lo perdona (casi) todo.

Fase 4

Destrucción total. Si te pasan una servilleta de papel por la cabeza se vuelve transparente, tu habitación, por mucho que la ventiles, huele a escena de un crimen, has pasado hasta de echarte desodorante y ya no recuerdas cuándo fue la última vez que te cambiaste de calcetines. Y lo peor de todo es que te da igual. Peor aún, sientes hasta orgullo al sumergir la nariz bajo el cuello de la camiseta y pensar que puede que estés batiendo tu propio récord de guarrería. Incluso, bajas de esa guisa a hacer los recados. Llegados a esta fase, se recomienda visitar a un especialista de la salud mental.