Carta de un calcetín suicida

Cuando pierdes a tu pareja, tus ganas de seguir existiendo desaparecen automáticamente. Llevo semanas abandonado el fondo de este oscuro cajón mientras observo el ir y venir de mis compañeros. Unos salen y otros vuelven a entran con el olor del suavizante aún ente los puntos. Son felices, tienen vida. Yo, sin embargo, estoy condenado a la soledad desde el mismísimo día en el que la lavadora –máquina cruel pero al mismo tiempo necesaria en mi vida– se tragó a mi pareja.

Entramos juntos como siempre, arrugados y cansados. Pero tras la colada, solo uno de los dos cruzó el umbral que separa el mundo exterior de las tenebrosas mandíbulas cíclicas de la lavadora. Mi compañero ya no estaba conmigo. Ya en el tendedero, no soportaba la angustia de no poder sentir su compañía. «Ánimo», me dijo un viejo panti lleno de carreras que colgaba a mi lado. Me había quedado solo.

Antes era un calcetín como todos los demás, la ama Noemí me desenrollaba de mi pareja por las mañanas, cubría sus pies con nuestro suave algodón y, al llegar la noche, nos despojaba ya húmedos y malolientes para depositarnos en la lavadora y esperar a que su magnífico poder nos purificase y nos devolviese la dignidad.

De verdad, vivo desolado; el abandono es el castigo más cruel al que pueden someter a un calcetín. La vergüenza de tener que lucir unos horribles agujeros en la punta o en el talón no es nada comparada con esta sensación de inutilidad total, porque ya nadie me hace caso, nadie me valora.

Los calcetines de deporte me dicen que no desespere, que puede que algún día otro calcetín se quede solo y me emparejen con él. Sí, claro, ¡qué fácil es hablar cuando se es un calcetín blanco! La ama Noemí es muy exigente y jamás me juntará a un calcetín rojo de lunares naranjas y amarillos, salvo que sea necesidad de primer nivel. Pero desde que yo estoy aquí, jamás ha sucedido nada parecido y estoy seguro que se deshará de mí antes de que ese día llegue; porque además, ya empiezo a estar viejo, ¿quién querría estar conmigo?

No soporto el abandono  ni el rechazo, por eso, escribo esta carta de despedida en la que doy gracias a la ama Noemí por haberme llevado con orgullo; a mis compañeros de cajón por entretenerme en los ratos muertos; a mi pareja, dondequiera que esté, por haber dado sentido a mi vida; a la zapatilla de lona por dejarme asomar a la altura del tobillo y poder ver el mundo. Gracias, pero ha llegado mi hora. Solo quiero que quienquiera que lea esta carta, proceda a mi inmediata destrucción y deshecho para acabar con esta horrible soledad.

Mil gracias.

Un calcetín solitario.