Una carrera contra el sol
29 de agosto de 2016.
Es la hora de las sombras alargadas. Las ruedas de mi bici de montaña se abren paso entre la tierra seca y las piedras. Mis piernas pedalean lo más fuertemente que pueden. Acaba de comenzar la carrera contra el sol.
He de llegar a casa antes de que el sol acaricie el horizonte castellano-leonés y haga desaparecer las sombras. El horizonte; mi meta, su meta.
El sol desciende, cada vez más anaranjado. No sé cuánto queda hasta llegar a casa, solo sé que debo correr, porque cuando se ponga el sol y la oscuridad repte por el árido paisaje de final de verano, ya será demasiado tarde, quedaré abandonada en mitad de la nada y la fría noche penetrará mi ropa mojada por el sudor. Mis estúpidos ojos de humano no serán capaces de encontrar el camino en la oscuridad y tendré que compartir la noche con los conejos que se apresuran a sus madrigueras al sentir el ajetreo de las ruedas de mi bici.
El camino recorrido se difumina por el polvo y el crepúsculo tras la rueda trasera. No miro atrás, no quiero mirar atrás.
Ya está, el enorme orbe naranja-rojizo contra el que compito se acaba de precipitar tras las montañas. Justo a tiempo. Ya puedo vislumbrar pequeños vestigios de civilización a lo lejos. Corro hacia el pueblo. Las piedras del camino son cada vez más difíciles de ver, pero llego a tiempo para ver cómo las farolas se encienden e iluminan el camino, ahora de asfalto, que me llevará a casa.
Tal vez no haya ganado la carrera contra el sol, pero bajo la ducha, mientras elimino los restos de polvo y sudor de mi cuerpo y con las piernas doloridas, me siendo victoriosa.