Relato de un despegue (cuando no te gusta nada volar)

Lo confieso: no me gusta volar, me da miedo. ¿Acaso soy una cobarde? Para nada. Es solo que ascender por encima de las nubes es anti natura, algo para lo que el ser humano, en su diseño inicial y más primitivo, no está programado.

De ahí que las piernas me empiecen e flaquear según avanzo por el pasillo hacia el avión, y que el pulso se me acelere cuando me siento en mi estrecho asiento y ojeo las instrucciones de evacuación y medidas de seguridad de la aeronave sabiamente colocadas en la bandeja del respaldo delantero. ¡Qué decir de cuando la azafata comienza a explicar cómo hinchar el chaleco salvavidas, etc., etc., mientras el avión avanza lentamente, sentenciado, hacia la pista de despegue!

Los motores rugen cual trueno y la endemoniada bestia infernal inicia su carrera para despojarse de la perpetua caricia del asfalto. Mi cabeza queda pegada la asiento y aprieto con fuerza el apoyabrazos hasta dejar las uñas marcadas en la espuma que lo recubre. No quito la mirada de la pista, reuniendo toda la fuerza del universo para que los de la torre de control estén haciendo su trabajo debidamente y ningún avión se cruce en el camino.

Y llega el momento. Las ruedas del avión se despegan del asfalto y la máquina empieza a ascender. En los escasos minutos que dura el aterrador despegue, por mi mente se pasean todo tipo de posibles accidentes aéreos con catastrófico final, a cada cual más dramático. Y empiezo a repasar todos y cada uno de los accidentes aéreos de los que tengo noticia, con sus respectivos detalles. Mi maldito cerebro no me da tregua y el corazón está a punto de partirme las costillas, la piel y la camiseta y salir despedido hacia empotrarse contra el asiento delantero.

El avión se inclina hacia un lado y gira en busca de su rumbo. Desde la ventanilla se puede ver que las alas casi podrían rebanar la pista de aterrizaje desde el aire. ¡Maldita sea, cómo se inclina este trasto! Tras un impresionante giro de 180º, la aeronave vuelve a inclinarse, esta vez hacia el lado opuesto, para recobrar la horizontalidad.

Sigue ascendiendo y no puedo desprenderme de la imagen de un avión cuyos motores se detienen y comienza a caer bruscamente, preso de las leyes gravitatorias.

Cuando por fin el avión deja atrás el despegue y sigue su rumbo tranquilamente engullendo nubes y peleando con turbulencias, consigo tranquilizarme un poco. Pero solo un poco (mientras escribo estas líneas en una servilleta). Porque sé que dentro de pocas horas empezará el aterrizaje y todo el proceso se repetirá, pero a la inversa, y no promete ser mucho más tranquilizador.

Y mi corazón no recobrará su ritmo habitual hasta que las ruedas abracen la pista de aterrizaje y el avión quede aparcado en su puerta correspondiente, libre de peligro de choque con otros aviones.